lunes, 26 de mayo de 2014

El Estigma en Víctimas de Abuso y Violación

 
                                                                             
      


 1)     “¿Le doy un consejo m’hijita?   No  le  cuente  a  su  pareja,  a su 

marido, a quien sea que esté con usted. Le va a tener lástima y le va a

 perder todo respeto”. Palabras  de  un  ginecólogo luego de  que una

 paciente    le    revelara  que  su  crisis  de  angustia  ante   el  examen 

(imposible de completar) se debía a una  experiencia de abuso sexual

 infantil
2)      “Aunque ahora se habla más del tema, uno prefiere no comentar nada ni con la familia ni con los amigos. En la oficina he oído decir ‘esta gente queda entera dañada ¿te imaginas los que se casan con una abusada? Hasta ahí les llegó no más la vida sexual’”. Palabras del marido de una paciente explicando su soledad en la lid con el dolor de su esposa, y el propio. Huelgue decir que algunas dificultades tenían en su sexualidad (no más que muchas personas comunes y corrientes), pero las enfrentaban con amor y apoyados en la intimidad que habían construido luego de una década juntos.
3)      “Ok. Contaste tu verdad. Pero no podemos seguir alimentando la ‘telecebolla’. Es suficiente vergüenza: todas nuestras ‘amistades’ hacen preguntas. Piensa en la carrera de mi hijo”. Palabras del suegro de una sobreviviente de incesto que develó su experiencia después del matrimonio y luego decidió dedicarse a apoyar a fundaciones que trabajaban en el tema.
4) “No es falta de compasión, pero primero tenemos que pensar en nuestros hijos…¿por qué tenían que aceptarlo en este colegio? ¿no podían consultarnos a los apoderados antes? ¿Ahora qué hacemos con la niñita metida en nuestro curso”.  Palabras de padres y apoderados de un segundo básico -y queja a la dirección- al enterarse que al comenzar el segundo semestre sus niños tenían una nueva compañera, proveniente de otro colegio donde fue abusada sexualmente por un miembro del personal.
5)      “No negamos que fue valiente denunciar, pero mira toda la humillación que provocas para ti y para nosotros. Todo el colegio sabe, tus compañeros, los apoderados. ¿Crees que alguien va querer que su hijo siquiera vaya al cine contigo?”. Palabras de los padres de una muchacha de 16 años violada por dos compañeros en una fiesta. Inmediatamente luego de los hechos, por sus medios, fue a la policía a reportarlos.
6)      “¿Pero ustedes nos garantizan que no va a ser gay? Lo único que falta es que encima del abuso, nuestro hijo se convierta en homosexual”. Palabras del padre de un pequeño abusado por un entrenador de artes marciales (heterosexual).
7)      “Los niños tienen que arreglárselas solos; aprender a defenderse. Si tu hijo no es capaz de hacerlo es porque quizás se siente débil, víctima… considerando tu historia personal…” Palabras de una apoderada a otra (sobreviviente ASI) que solicitó apoyo porque su niño –alumno de kinder- estaba teniendo dificultades de inserción social con algunos de sus compañeros.
8) “¿Cómo no iban a saber en qué se estaban metiendo, a qué se arriesgaban? Ya eran bien grandecit@s”. Objeciones mil veces oídas cuando el abuso sexual, las violaciones, o la explotación sexual son experiencias sufridas por adolescentes menores de edad, o apenas algo mayores (según las leyes del país definan la edad de consentimiento).

Quedan en estas letras siglosañosinfinitosdediáspora. La vergüenza anciana, tan fuera de lugar. Su velo desacomodado. Ver borroso y no querer ver así. Resistencia mayor.
Estigmas. Podría completar páginas de historias oídas, a lo largo de los años, de pacientes sobrevivientes de abuso sexual, sus familias, o vividas en carne propia: los muchos espejos del prójimo donde se nos recuerdan dobles exilios. De nuestras propias vidas, cuando niños, y de la legitimidad, en la adultez. Lejos de dondequiera que habitan “los normales” (en palabras de Goffman, inolvidables).
Desde niños, sabíamos, y no fue inusual que nos sintiéramos profundamente unidos a otros “no-normales”, inhabilitados –no importa cuánto esfuerzo se apostara- en poder conformarse al estándar o identidad que la sociedad reconoce como aceptable, esperable. ¿Saludable?
A fin de cuentas, entender que los años de silencio siempre fueron en dos direcciones, todo el tiempo: el temor o las confusas lealtades afectivas con nuestros abusadores, y también el pudor ante la comunidad, el terror –casi más que al abuso- a la sospecha irrevocable. La descalificación. When love is gone, where does it go?
La “diferencia” no fue elegida; la herida por la cual, de alguna forma, en más de un momento de la vida, sentimos que debemos disculparnos. No lo hagamos más.
Estigma: la inferioridad que se desprende en el trato de los otros, en sus omisiones. Discrepancia entre nuestra intimidad y el reflejo de nuestras identidades en el mundo. Los demás nos piensan. Sus palabras dicen. Sus ojos dicen.
Nosotr@s callamos y más de una vez. La espalda no tiene palabras. El peso del estigma la enmudece. Basta.
El estigma alimenta el silencio; la negación de parte de la comunidad. Quienes se desdibujan en la negación son diversos, no los olvidamos, aunque la palabra alzada aquí sea desde la experiencia del abuso sexual. Estos hombres, estas mujeres, niñ@s.
Después del abuso sexual infantil, no las víctimas, sino muchos de quienes las rodean auguran daños permanentes (así lo sienten al fragor del duelo): humanos defectuosos, cuerpos rotos, vidas y hasta “reputaciones” cuestionables. La vergüenza que se siente caer sobre muchas familias. A veces, desde la sensación de no haber concurrido a tiempo, no haber podido cuidar a sus caídos. Otras, desde el relato que teñirá -así lo sienten- cualquier posibilidad de glorias y honores familiares.
Estigma. Desplazamiento al país del “como si”: haremos “como si” ustedes fueran sanos y normales, queremos hacer “como si” lo fueran, sinceramente. La evidencia de las consecuencias no es algo que nadie quiera realmente iluminar. Por algo los gobiernos demoran, los adultos no son activistas (no en número suficiente), la prensa se despreocupa o insulta la dignidad de las víctimas niñ@s, sus cuerpos. La barbarie,  este siglo: una de cada cuatro niñas, uno de cada seis niños vivirán abusos sexuales antes de su mayoría de edad.
Vidas sobran, es lo que se desprende de la no-urgencia por evitar y detener abusos sexuales. Leyes raídas y polvorientas sobre los escritorios de un parlamento deplorable. Anuncios y más anuncios. Autoridades poco convincentes repiten sus slogans sin mayor emoción. Mil y una formas de hacer o decir nada. NADA.
Esperar la próxima tragedia para avanzar unos pasos. Expresar condolencias. Paupérrima es una triste palabra. La conversación y el debate social se sienten así a veces.
Se hace difícil abrir conversaciones sobre abuso sexual infantil. Quizás, en algún nivel, si la sociedad se niega a hablar, se niega a escuchar, es para sostener la ilusión de que el ASI no existe. Especialmente, en relación al incesto (según estudios). Lo que no se nombra, no es real.
Silencio mandatario del abuso. Y la consecuencia de develar. Niños de quienes se conoce su historia reciente son observados con lástima, a veces; otras, con miedo (¿qué pueden traer, “contagiar”, hacer a otros niños?: la pregunta decenas de veces declarada en colegios que reciben a víctimas de ASI). Con los adultos y adultas, el coro lejano: ¿para qué hablan ahora, por qué? Porque aquello que no se nombra, no existe. No existe. No existe. NO EXISTE.
Hablo desde los libros, otras voces (no la mía): “es preciso permitir a niños y adultos relatar lo vivido; parientes, amigos, seres amados, alumnos, prójimos desconocidos deben tener espacio para conversar de la experiencia. No ocultar, no negar. Resignificar las historias. Escribirlas con lápices propios. Sólo así es posible la restitución. Más importante aún: sólo así, la prevención”.
La voz repara; la escucha ética. Si los niños y niñas no perciben estos signos ¿cómo pedirán auxilio? No nos engañemos: cada omisión, cada estigma, son obstáculos para el socorro y la verdad.
Se habla de victimización secundaria por la reiteración del relato traumático durante procesos judiciales, pero poco y nada se menciona sobre el inmenso potencial de revictimizar a otros cuando se los conmina a callar para absolverse de juicios, suspicacias, tanta energía que sólo empuja hacia los márgenes más allá de los márgenes. Meta acantilados.
Callar por vergüenza. Ver borroso. Hasta no ver. Esta vergüenza no debe pertenecernos; no a nosotr@s. (#tribu)
Una amiga querida decía, años atrás, corrigiéndome un escrito para un ministerio (que jamás hice llegar): “es mejor evitar la mención de daños y estadísticas si muchas personas ya ven a los adult@s abusad@s con desconfianza, inestables, como que en cualquier momento podrían estallar o desmoronarse”.
L@s niñ@s abusad@s, las mujeres golpeadas, violadas, los hombres agredidos (también lo son aunque poco hablemos en Chile de ellos), sólo son algunos ejemplos: avenidas y avenidas de sospechosos lesionados, en distintas esferas de la experiencia. Patti Smith escribió “if you miss a beat, you create another”. Mantra. En serio: esas palabras sí.
Las palabras construyen. O demuelen. Pongámoslas con cuidado sobre el mundo, con propósito. Tratar de evitar, al menos, los daños de su atropello y su turba. Respirar. Redactar internamente. Declarar. Dialogar. Querer oír la voz de los demás.
“Yo arrastro mi cadáver a la playa, día por medio, como salvando al soldado Ryan, esa película me quedó grabada (y es capaz de reír consigo). Es tanto el esfuerzo en tiempos de guerra interna. Nadie imagina lo que una gasta de energía, a veces, para sólo quedarse un día más aquí y no escapar cuando duele todo el cuerpo… los fantasmas son capaces de ultraje también, como en la niñez”. Son palabras de una paciente (años ha, EEUU) abusada y filmada durante años por un tío sanguíneo. El abusador murió y aunque ella revisó cada membrana de su casa (bajo tablas y escalones), no pudo encontrarlas. Esa ausencia, su calvario.
Conductas de autoagresión (cortarse no las muñecas, sino distintas partes del cuerpo; quemarse –sus senos eran el mapa externo de laceraciones mucho más profundas-, golpearse la cabeza con objetos pesados), e intentos suicidas de la adolescencia, se toman gran parte de su adultez. En el amor de un buen compañero y dos hijos encontró al fin el espacio de intimidad y cuidado que necesitaba para animarse a emprender la terapia de reparación.
Era una mujer bella, de una dulzura extraordinaria, una mamá y docente (prescolar) cálida y optimista. Su marido me decía “no puede ver la fuente de luz que es. Y sé que ella siempre siente miedo. Vive ahí, lo veo en sus ojos, pero en la casa, ella es quien nos alimenta la alegría, las ganas. Es como un camión de esos de gasolina, pero lleno de luciérnagas”. Nunca olvidé esa imagen.
Imputar daños a los dañados, como si se tratara de delitos… no sé si podrá llamarse “pecado” (jamás me ha gustado esa palabra) pero debe estar entre las faltas de tamaño importante. Es innegable el peso del miedo: a lo diferente, esa grieta inimaginable, si no se la ha vivido. Pero no se puede descartar una parte, también, de indolencia y crueldad. O a lo menos, un punto de fuga del sentimiento que no necesita ser compasivo, sino empático. Compartimos los mismos órganos y sentidos. Tod@s por igual.
Ojos, oídos, cerebro, la red donde debería ser posible percibir el sollozo o la mudez de una cicatriz del prójimo. No es más ceremonia que esa. No es menos, tampoco. Hablo en favor de la cercanía. Sobriamente. Sin altruismo ni desuellos, sin homenaje ni reverencia. Apenas detenerse en el viento e imaginar, un instante (no más, para no arriesgarse), la ráfaga de un asalto. ¿Menos dignidad? De ninguna manera.
La vida es delicada. La inmortalidad de los niños también lo es. ¿Cuántos pequeños entienden o quieren saber de la muerte? Ninguno, posiblemente. Los niños juegan en el infinito; se lavan los dientes, cruzan la calle, se lanzan por un resbalín sin temor a accidentes ni lesiones ni al mañana ¿qué es todo eso frente al placer de sentirse vivos?
La pérdida sólo existe en el límite del cuerpo que un otro revela: otro que toca, saquea, se impone sobre cuerpos pequeños que en plena embestida, recién ratifican que existen. En la mayor pérdida: ganar consciencia de sí.
Para el prójimo, no debería hacer falta dibujar contornos. Los contornos de una violación, o del tormento. ¿Para qué?
Lo noble sería renunciar a los contornos. Hay quienes renuncian, y aceptan no saber, no entender inclusive, sin por ello dejarnos fuera del albedrío, la humana estatura de nuestros actos. Sí nos dejan fuera del defecto; del peligro (cuánto se agradece). Las historias que todavía podemos escribir para nosotros, nos pertenecen. Como a todos, las suyas.
En un congreso de una prestigiada casa de estudios, algunos años atrás, se cuestionó a un querido neuropsiquiatra por llevar a sobrevivientes de trauma (uno de ellos, un hombre joven, abusado por su familia cuando niño y egresado del sistema de protección de Sename al que agradecía por haberlo “devuelto a la vida”) a entregar su testimonio, como un aporte a la conversación académica y humanitaria sobre resiliencia.
Comentarios como “circo freak”, “un reality patético”, fueron algunos que oí de profesionales a quienes había admirado desde mi juventud (hasta ese congreso). La falta de respeto era agravada por el hecho de que esas personas trabajaban en terapia con víctimas. ¿Eso es lo que en verdad pensaban de sus pacientes? ¿”Freaks”? ¿Despojos trágicos o ridículos de seres humanos?
La aptitud de la ferocidad. Devorar sin amor, sin urgencia de abrazar. Solo devorar. Romper la carne.
Somos más de uno o una, los terapeutas –en Chile, y en el mundo- que en la niñez vivimos experiencias de abuso sexual e incesto. Conocemos de los cuestionamientos invalidantes de algunos de nuestros colegas; sabemos del estigma, también. Yvonne Dolan, Boris Cyrulnik, colosos en sus campos, fueron vulnerados cuando niños: a pocos se les ocurriría cuestionar sus competencias, saberes, intenciones, aportes.
En años de universidad, un psiquiatra chileno retornado del exilio enfrentó muchas preguntas sobre la “neutralidad terapéutica” en una charla sobre procesos de reparación con víctimas de tortura y represión política.
“Nunca somos neutrales, no podemos ni deberíamos serlo: somos humanos. Entre semejantes nos reconocemos, nos cuidamos, nos devolvemos o recordamos la dignidad. Que el terapeuta sea el responsable de guiar un proceso jamás será pretexto para la sumisión o aquiescencia del otro”. No imagina el espacio de aire que sus palabras abrieron: permiso para sanar y trabajar. Derecho a la propia historia. Habilidades. Vocación. No hay piedra que lanzar sobre los cuerpos: sólo al agua, para amplificar ondas. Ondinas (las hadas del agua), tal vez. ¿Por qué no?
Cuánta salud: imaginar. Recordar la inocencia con afecto. Escuchar. Vengo años escuchando. Los dioses duermen. El cometido susurra. Luego es un grito. Ya basta.
Los cuerpos de esta basílica, cada plegaria valiente, las pilas y pilas de ramitas y polvo de estrellas (dicen que cae cada día sobre nuestro planeta y lo barremos junto a otras pelusas y partículas). Las personas arman nidos. Las personas son sorprendentes.
Mujeres y hombres, niños y niñas (#tribu). Pasadizos después de la vida. Canales uterinos propios. Construirse a pesar del saqueo y del estigma. Construirse amorosamente; desde encuentros gentiles, benévolos. Desde el desacato a ciertas preguntas o dictámenes: la transmisión intergeneracional del abuso, la disfunción sexual/afectiva, los excesos de la angustia. Tanta profecía inclemente.
La neurociencia ha documentado el daño en imágenes: áreas del cerebro lesionadas de modo permanente luego de años de abuso sexual infantil. Marcadores en patrones neuronales, en la química de rescate del organismo (las respuestas de supervivencia ante el peligro, desplazadas de su órbita original: fuga, acción, inacción, escasas o excesivas, revueltas, disonantes. Afinar hasta donde se pueda el radar. La imagen de los astronautas de Gravity: esa dedicación).
La doble ciudadanía en la salud y sus momentos frágiles la tenemos todos en uno u otro momento, o a veces de por vida (pienso en los niños con diabetes). La doble ciudadanía no es condenable. Es humana.
Podría alguien enunciar escombros. O podemos describir fragmentos, elementos: oro, mercurio, fuego, agua, sangre, recuerdos, deseo. Deseo. Seguir en la vida. De eso se trata. Para niños y adultos. Libres de estigma. Que los siglos no tengan idea de esa identidad. Los sueños sí sean bienvenidos. La gratitud, más.
Entre cenizas: cientos, miles de sílabas intactas. Las vocales exhalan. Sólo ellas. Ahh….
Poder decir. Esta vez en voz alta. Decidir sobre qué y cuándo hablar. Con quiénes.
¿Cómo fue de niña tener una mamá “con esos daños”? Decenas de veces la pregunta a mi hija mayor, luego del debut de la primera edición de “Agua Fresca en los espejos”. Y tantos otros hijos, parejas, amigos buenos.
La madre de un amigo norteamericano, sobreviviente del holocausto, sufrió reiteradas violaciones (individuales y grupales) de soldados alemanes en el campo de concentración. Él respondió a la pregunta de un colega con las siguientes palabras: “mi infancia fue feliz, tuve una mamá y un papá que se adoraban y que nos amaron incondicionalmente. El humor nunca faltó. Por supuesto me duele la historia de mi madre. Pero creo que más me duele que sigan violándola personas como tú, con esa clase de preguntas. Ojalá nunca nadie se las haga a ella”.
Creía cuando más joven que había respuestas demasiado duras. Hoy pienso que son justas. Los hijos son sagrados. Los hijos habitaron la sangre de sus padres. Las historias son miguitas, retorno a una raíz, una épica de todos.
Sobre los bosques, en las ramas más altas, hay un lugar desde donde mirar el futuro y su urdimbre. Hilar y deshilar, tantas veces como sea necesario y como colores nos sean recordados contra el cielo. En lugar de desamparos, confianza. Alguna confianza. Punto de partida que no se puede transar. Es intransable (y pocas veces uso esa palabra).
Una nación buena. El beneficio de la duda. El beneficio del respeto. El beneficio de no ocultarse. La mutualidad de aceptarnos y cuidar unos de los otros. La vidadespués de.
Afterlife. Limpiar las tumbas, hacendosamente. Afterlife. La legitimidad de narrativas y afectos. Con los otros. Estamos juntos en la vida, la gran manada.
Que lo que cae de los ojos seque bajo el sol. No es solemne el gesto, o acaso sí. Intuimos algún milagro, el bien, dios, cualquiera el nombre que venga libre de juicios mas no de maravilla y de amor.
Desoír lo demás. Distanciar la resonancia. Pedir, quizás valga pedir algún silencio –de diagnósticos, reparos, malos consejos, moralejas- para poder escuchar el nuestro. Desentrañarlo.
Tomará otra vida más (y otra, y otra) conocer nuestros silencios. Es siempre valiente mirar el agua, cada uno, cada una su reflejo. Guirnaldas de flores se deslizan hacia donde ya no vemos. Anillos de fuego. Dilucidarse es un acto de rendición ante la fiebre, la memoria (su llaga), el olor a naranjas, chocolate caliente, bocas, besos, cuerpos que abrigan y vuelan y dejan su señal en el aire: podemos oler, seguir a ciegas. Lealtad.
Si otros callan un poco, podremos poner atención en nuestra voz. Qué necesita decir y qué no, cuáles palabras hará suyas, cuáles desistirá. Lo innombrable se aloja donde respiramos. Nombremos a nuestro ritmo, en nuestros términos. Un derecho básico. Un cuidado justo. Nada más.
La enmienda es otra génesis, otro pacto de siglos. Vamos paso a paso. Lo primero es lo primero. Un día. Luego otro. Sus noches. ¿Y amar? Es posible. Caer al cielo, ala u omoplato, qué más da: 360° de azul. Cerrar los ojos, a veces encandilados, desobediencia magnífica, coraje: cada destello (con los ojos cerrados, hacerlos durar).
No tendremos gobierno sobre nuestros fantasmas, pero algunas reglas existen. Habitar el segundo siguiente, la hora, “algún día”. Can we work it out? Podemos dar una mano a los espectros, como a los niños en una multitud. Sólo una. Con la otra, abierta, nos tocamos el corazón, y el de los nuestros. A ellos sí, queremos tocarlos, que nos toquen también. Puede ser suave al fin. Y debe serlo, para l@s más pequeñ@s sobre todo, desde siempre, para siempre.
Elegir. Ir con nuestr@s elegid@s, nuestras vidas preferidas. And where do we go? Where do we go?



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