Hace unos días veía en un video cómo dos dirigentes de una sociedad de medicina familiar de la región intentaban explicar qué era el “médico de familia”. Una pregunta simple no implica una respuesta fácil. Tampoco creo ser el único que ante la pregunta ¿qué especialidad tienes?, y responder soy médico de familia, escucho el comentario ¡ah! como los de antes.
Lo peor es que a veces noto -y sostengo- que una cierta falta de
autoestima conspira para que muchos médicos de familia o generalistas se
sientan el último orejón del tarro.
Ante todo la medicina familiar es una especialidad, por eso existe la residencia y los programas que la acreditan. Nuestro lugar de trabajo
no suele ser, en general, el hospital. Solemos desempeñarnos en centros
de salud y en los consultorios porque constituimos el primer nivel de
atención. Dicho en otras palabras, somos el primer contacto entre el
paciente y el sistema de salud. Y éste, si está bien organizado, debería
tener su base en la atención primaria. Y eso somos nosotros, especialistas en atención primaria. El sistema de salud por lo tanto se apoya en nuestros hombros, somos como los “Atlas” en que se apoya el sistema.
En nuestras manos está la resolución y gestión del 85% de
los motivos de consulta de un paciente, y nuestra práctica clínica se
fundamenta en una serie de características propias. Una de ellas es la longitudinalidad,
que es la capacidad de hacer seguimiento de esa persona, familia o
comunidad a lo largo del tiempo. ¿Acaso uno no va siempre a la misma
peluquería? ¿O al cargar gasolina en el auto no existe la gasolinera
predilecta? ¿Por qué no lo mismo con su médico?
También organizamos nuestra aproximación a la consulta con una visión de integralidad,
entendiendo al paciente como un todo. No nos especializamos en un grupo
de enfermedades como el infectólogo, ni en un sistema determinado como
el gastroenterólogo, tampoco en una determinada tecnología como el
ecografista. Observamos detalladamente el curso de vida y vemos a
nuestro paciente como un integrante de un entorno, por tanto, también conocemos la comunidad en la que viven nuestros pacientes, así como su grupo familiar o de pertenencia y
hasta el domicilio, valiosa fuente de información. Y si no conocemos
todo esto, al menos sabemos y reconocemos su importancia. Por eso
también somos especialistas en integrar el dato “duro” o cuantitativo con la información “blanda” o cualitativa porque sabemos, más allá de esto, que el paciente no es un conjunto de sistemas con una fisiología definida.
Por si esto fuera poco solemos ser muy buenos escuchas y comunicadores,
ya que reconocemos que el paciente no siempre entiende lo que los
médicos decimos. Y además no suelen hacer caso a nuestras indicaciones
(otro día charlaremos de adherencia y cumplimiento terapéutico), por
ello somos buenos negociadores y compartimos las decisiones que tomaremos con nuestros pacientes. Eso nos permite no sólo crear un vínculo con el paciente, sino ser de los especialistas más felices con su trabajo en la medicina, aunque seamos de los peores remunerados.
Somos expertos epidemiólogos, solemos atender “muy bien lo que más hay” en determinado momento y como en ello va mucho de la prevención somos reconocidos educadores, lo cual nos convierte de manera habitual en líderes comunitarios.
Estas razones nos hacen diferentes. Y de hecho lo somos porque, al elegir medicina familiar, desafiamos el paradigma
dominante y clásico de los cuidados, la atención y la educación médica.
Somos los “progres” de la medicina -por así decirlo-. Y como si fuera
poco tenemos otro instrumento que nos hace “casi” únicos: el emocionoscopio,
que nos permite reconocer al paciente como una persona en cuerpo y
alma, y nos habilita a abrazarlo si es necesario, contenerlo en su
llanto o simplemente tomarle de su mano. Por eso somos diferentes. Por
eso somos médicos de familia, aunque a veces cueste definirnos a
nosotros mismos aunque tengamos ahora, 17 razones al menos.
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